A la hora de definir su ideología, el partido Movimiento Semilla no tuvo empacho en desafiar al establecimiento político y económico guatemalteco para identificarse con la izquierda. De centro-izquierda. Socialdemócrata. Así se etiquetó Semilla. Y a la hora de hacer campaña electoral, blandió argumentos de esa calaña. ¿Recuerda usted al entonces candidato Bernardo Arévalo deteniéndose a la vera de la carretera a Ixcán en medio de plantaciones de palma africana para renegar de la triste situación de pobreza de quienes viven en la zona? Se quejaba de las diferencias de condiciones de vida entre los dueños de esas fincas y los campesinos que trabajan en ellas.
Pero una vez en el poder, el presidente Arévalo ha adoptado la nada revolucionaria misión de hacer funcionar las instituciones guatemaltecas para cumplir con los objetivos para las cuales fueron diseñadas. Lo más amenazador para el status quo que se ha propuesto el Presidente es prescindir de la corrupción para ganar votos de diputados en el Congreso o para crear fortuna propia y de sus funcionarios. Ha preferido recurrir a mecanismos externos de compras, blindados ante la capacidad de persuasión de corruptos locales, para contratar obra pública y comprar medicamentos.
Cerrarse el paso a la corrupción es hasta hoy la única propuesta transformadora del sistema que trata de llevar adelante Bernardo Arévalo. Y claro que eso es suficiente para ganarse el rechazo y la oposición de muchos diputados, magistrados de Cortes y fiscales del Ministerio Público. Pero los dueños de capital guatemalteco ven hoy con mucha menos aprehensión al gobierno de Semilla.
No ha habido fuga de capitales. El CACIF ha optado por mostrar su cara más amigable frente a un gobierno que no percibe como una amenaza. Y al menos una calificadora de riesgo evalúa positivamente, mejora la calificación, a Guatemala. El Presidente, asiduo invitado de honor a todas las actividades de los empresarios (igual que sus antecesores), ha hablado de expandir sensiblemente el gasto, lo cual sí es una política atribuida a los gobiernos de izquierda en todo el mundo (Alejandro Giammattei fue en ese sentido un izquierdista tremendo), pero habla de la necesidad de triplicar la inversión pública en infraestructura. Lo cual es la demanda que repiten como letanía los líderes del sector privado organizado. El Presidente, hasta ahora, no ha hablado siquiera de incrementar financiamiento a programas sociales (algo que hasta un gobierno como el de Álvaro Uribe realizó en Colombia).
De resultas, ahí tiene usted a los mastines del status quo, a los defensores del orden establecido, teniendo que emplearse a fondo para exprimir hasta la última gota las evidencias de contrataciones de cuadros públicos de confianza por parte de los gobernantes para demostrar malas prácticas. O los ve usted concentrando su crítica en la lentitud con la que operan los funcionarios, la falta de evidencia de cambio en las distintas áreas o las decisiones erráticas del gobernante.
Porque sospecha, mucho menos evidencia alguna de una política expropiatoria o de nacionalización de recursos privados o planes por introducir ideologías exóticas en el pénsum educativo o siquiera incluir educación sexual mucho menos reformar la ley para ampliar las causales admitidas de aborto o avanzar hacia el matrimonio igualitario, de eso no hay nada. Guatemala no corre el riesgo de superar en ninguno de esos planos al estado de Missouri o al de Alabama. Bajo el gobierno de Bernardo Arévalo, por lo visto en sus primeros cien días, en ese plano no se ve venir ningún cambio.