Usted recibe información aparentemente contradictoria casi cada día respecto al país. Por un lado, la esperanzadora llegada a la Secretaria General de Planificación de un cuadro técnico y con criterio político, conocedor del ecosistema corrupto en cada distrito, dispuesto a reencausar el sentido democratizador y descentralizador de los Consejos de Desarrollo para priorizar la inversión de fondos públicos en los departamentos.
Luego, usted ve al ministro de Gobernación mostrarse amigable con la responsable de garantizar la impunidad para los corruptos y la persecución para quienes se atrevan a combatirla. El abrazo a quien impide al partido oficial tener una bancada parlamentaria y a sus diputados ejercer plenamente sus funciones.
Usted ve, en ese acuerdo entre el gobierno y las organizaciones campesinas, una señal del deseo de priorizar el tema agrario no solo desde las grandes plantaciones orientadas a la exportación, sino desde la economía familiar que chapalea den el afán de la sobrevivencia.
Luego ve al gobierno someterse mansamente a la obligación de mantener el reconocimiento a Taiwán pese a que ese país pagó un cabildeo en Washington solo útil para los más corruptos.
El anuncio del remozamiento de 4 mil escuelas en 30 días parece modesto, si se toma en cuenta que se invertirá apenas Q75 mil en cada edificio, pero marca un rumbo distinto al de las administraciones anteriores que abandonaron la idea de una dignidad mínima para el sistema educativo. Y que el ministro de Energía, sin grandes aspavientos, se muestre dispuesto a cumplir con su papel regulador frente a quienes explotan recursos naturales del Estado, es mucho más de lo que hasta hoy hemos tenido.
Pero hay tantas contradicciones aparentes, tantas insuficiencias notorias, y tantos vacíos en el discurso (más bien, no hay discurso), que genera incertidumbre.
Lo que usted no ve es una explicación que le permita entender el rumbo que el país lleva. Comprender si detrás de las acciones de cada ministerio y cada dependencia, por significativas o apenas simbólicas que sean, hay un hilo de coherencia. Y sobre todo, el alcance real de aquello que en su conjunto la administración se propone.
¿A qué aspira el gobierno de Bernardo Arévalo? ¿A recuperar en la medida de sus magras fuerzas las instituciones que sus adversarios políticos le permitan ocupar? ¿Avanzar hasta donde el Ministerio Público de Consuelo Porras y la Corte de Constitucionalidad, convertidas en sus severos y efectivos opositores, le autoricen caminar? ¿O prepara la posibilidad de ofrecerle al país un cambio de fondo y no apenas de formas en la construcción de una verdadera democracia?
¿La lucha se dio solo por llegar a ocupar las posiciones de poder? ¿O se dio para transformar algo? ¿Qué?
¿Hay un plan para impedir que sean Alejandro Sinibaldi, Manuel Baldizón y el empresariado conservador otra vez quienes designen a los magistrados a la Corte Suprema? ¿Hay opción real de recuperar la Corte de Constitucionalidad a favor de la democracia? ¿Tiene capacidad el gobierno de impedirle a los aliados de la impunidad determinar otra vez la nómina de candidatos a Fiscal General para forzarlo a elegir solo entre los suyos?
Es difícil a estar alturas establecer de qué se cree capaz el gobierno.
Pero aterra pensar que se vea a sí mismo apenas como un gobierno semejante al de Óscar Berger después de las tropelías de la administración del Frente Republicano Guatemalteco.
En lugar de erigirse en un gobierno de transición hacia un mejor manejo de la cosa pública, lo cual pasa inevitablemente por cerrarle el camino a la corrupción terminó siendo uno de transición hacia un gobernante tipo Otto Pérez Molina que generalizó el robo de fondos públicos a gran escala.