Frank Bode, el contralor general de cuentas, logró lo que sus antecesores habían evitado durante mucho tiempo: atraer la atención hacia una entidad que en Guatemala es una burla, un insulto financiado con impuestos. La Contraloría es el patrimonio de unos pocos, tan afortunados como opuestos a cumplir con su función.
La Contraloría es, con su gran edificio de vidrios ahumados en el bulevar de Caminos y con su inmenso presupuesto, un monumento a la desfachatez. Un elefante al cual el gran tamaño, las orejas y la trompa, le sirven solo para abanicarse o echarse agua encima y de vez en cuando, aplastar con todo su peso a alguien que se ha portado mal con el sistema pese a haber formado parte de él. Fue por medio de la Contraloría que se impidió la candidatura presidencial de Thelma Aldana en 2019 y la de Jordán Rodas -y la de Thelma Cabrera- en 2023. El ardid de revocar los finiquitos extendidos a favor de un exfuncionario para impedir su participación electoral ha sido bendecido por diferentes magistraturas de la Corte de Constitucionalidad y con eso, le han otorgado al Contralor, dependiente de su presupuesto y de sus libertades de la mayoría parlamentaria en el Congreso, un poder que este somete con más maña que docilidad.
Pero en términos de controlar, de garantizar probidad en el uso del dinero de los contribuyentes, de hacer rendir cuentas a quienes maneja ese dinero, la Contraloría no controla nada.
Si el contralor fuera un portero, su portería sería la más vencida. La red para contener los goles estaría ya tan perforada por trallazos tan contundentes como el sobre costo del recapeo de la pista del aeropuerto del puerto de San José o la sobrevaloración de cada carretera contratada por el Ministerio de Comunicaciones, que inspiraría más risa que respeto. Para prevenir corrupción, para sancionar corrupción, lo mismo da que la Contraloría exista a que deje de existir.
La Contraloría en Guatemala es una entelequia. Una puritita formalidad. Que puede causarle problemas a un funcionario menor o a un alcalde incauto que no sabe salpicar a tiempo a quien le conviene, pero que jamás ha impedido los concursos simulados para asignar contratos de obra pública, la proveeduría de medicamentos a precios astrales, la ficción de los dragados de ríos ni tantas cosas más. Mucho menos las plazas fantasma.
¿Acaso sirve de algo que los gobernantes entreguen sus declaraciones patrimoniales antes de asumir el cargo ante la Contraloría? No sirve de nada. Los gobernantes suelen inflar sus declaraciones en previsión de lo que ya ven venir, como hizo Jimmy Morales, calculando en varios millones de dólares su peculio al considerar que los derechos de su programa de televisión alcanzaban una suma estratosférica. Y la Contraloría tan tranquila.
Giammatei no tuvo en sus cuatro años la menor incordia pese a las evidencias de su enriquecimiento injustificable desde que llegó al poder.
La Contraloría sirve bien, en cambio, para repartir una cuota de plazas para diputados empoderados. Y sirve también para efectos patrimonialistas a los trabajadores sindicalizados, con derechos adquiridos y plazas jugosas. En cambio, servirle de algo a los guatemaltecos, para garantizar que sus contribuciones se manejen con pulcritud, no, para eso no sirve nada.
El contralor Bode cometió un error gigantesco, que en una democracia real lo haría perder la confianza de la ciudadanía y de las fuerzas políticas democráticas. Tratar de ocultar información de sus actuaciones. Nomás eso. Pero en Guatemala todo quedará en una anécdota. Tristemente, en el país no existe una fuerza política con la determinación de renovar a la Contraloría por completo, transformarla de raíz, para cumplir con los objetivos que la sustentan.
La Contraloría seguirá siendo el potro de tortura de unos pocos imberbes y la garantía de la impunidad, del robo festinado, de quienes tienen el poder y la determinación de no dejárselo arrancar.