Llegó la Semana Santa sin visos de cambios en prácticamente ninguna área de gobierno. Conocemos, eso sí -aunque no en todos los ministerios- la debacle que suponíamos había ocurrido durante pasadas administraciones, especialmente las de los presidentes Morales y Giammattei. Sin embargo, se echan en falta políticas públicas contundentes que den resultados o confronten la situación encontrada. La razón no es otra que la improvisación política de un partido que no esperaba llegar al poder y que, de pronto, por esos avatares de la política, se encuentra ejerciéndolo.
La supuesta “alianza” en el Congreso hace aguas, algo que se visualizaba desde el principio, pero que un montón de optimistas complacientes no quisieron advertir. El poder se reconstruye sobre los escombros de un montón de mafiosos que siguen haciendo de las suyas porque -y hay que decirlo- fueron votados legítimamente por otro grupo mayor de ciudadanos corrompidos que venden sus votos a quienes más les prometen -aunque no les cumplan- y conforman parte de esa sociedad putrefacta que sostiene el régimen de impunidad reinante.
Los únicos que realmente han plasmado su estrategia en el país han sido los norteamericanos que siempre tuvieron claro lo que querían: controlar el narcotráfico, el crimen organizado y la migración que les afecta su política nacional, de ahí la concurrencia en la temática de demócratas y republicanos, reflejada en los temas de interés de la campaña electoral que disputan. El resto, les viene -como siempre ha sido- más del norte que muchas cosas aquí, y bajo el pretexto de la cooperación y la ayuda al desarrollo, aliena autoridades e imponen sus reglas respecto de lo que hay que hacer con quienes ellos designan, que suele ser la sanción o extradición, mientras nos obligan diplomáticamente al callejón sin salida de ser parte de eso que denominan “tercer país seguro”. Luego, en función de sus intereses nacionales, deciden si procesan a los extraditados o, como ocurrió con el general mexicano Cienfuegos y el venezolano Alex Saab, los devuelven intactos a sus respectivos países en pro de mantener unas mejores y más oscuras relaciones. Cuando conviene, tanto Trump como Biden, sientan a los ministros correspondientes en las mesas que ellos conforman y les hacen firmar, o sutilmente “comunican”, acuerdos que terminan siendo exactamente lo mismo, aunque hay que reconocer que la forma y la sutileza varían. Se denomina el efecto vaselina, por medio del cual todo fluye más suavemente.
A más de dos meses de gobierno hay una diferencia sustancial con lo ocurrido en Argentina, cuyo presidente tomo posesión un mes antes que Bernardo Arévalo. La diferencia -guste verla o no- es que aquel tenía clarísimo lo que haría desde el primer día, y así fue; este todavía construye, acuerda, consensúa o termina de ajustar el plan de gobierno que seguramente iniciará en algún momento. Allá se entró con ideas claras y contundentes, con la intención de desmantelar y poner en orden un Estado fallido, deudor, interventor y mercantilista. Por aquí, con diagnóstico más que hecho y con ayuda y presión internacional, seguimos en proceso quejumbroso, permanente, esperando que nos empujen un poquito más para ver que hacemos en 2027, la próxima fecha electoral.
La idiosincrasia de los pueblos y de las personas es, finalmente, la que hace la diferencia a la hora de implementar cambios, y la pusilanimidad no tiene cabida en quienes están encargados de llevarlos a cabo. Los más finos hablan de que “la inacción es incompatible con el ejercicio del mando” o también que “la responsabilidad ni se delega ni se comparte, sino que se ejerce”, pero para esos cambios faltan algunas primaveras más o personalidades decididas a hacer las cosas y, sobre todo, con planes previos de lo que realmente se desea cambiar. La improvisación siempre ha sido mala consejera, y la falta de acción, una especie de chumpa impermeable que se ponen quienes carecen de carácter o decisión para actuar.