Los diputados guatemaltecos se recetan a sí mismos la casi triplicación de su sueldo porque saben que la población se mantendrá callada. De Q26 mil a Q66 mil mensuales. Aunque los ciudadanos se enojen mucho, aunque reclamen en las redes sociales, los diputados confían en que sus representados, sus votantes, las personas cuyos intereses ellos presuntamente defienden en el Congreso, se mantendrán en silencio. Dan por descontado que no saldrán a las calles, ni llenarán una plaza, mucho menos rodearán el Palacio Legislativo para expresarles su rechazo. No irán a buscarles a su casa ni les dirán, aunque solo fuera por un mensaje de WhatsApp cuánto les disgusta que legislen en su beneficio.
Les bajarán la mirada cuando los encuentren en el concesionario de vehículos comprando el último modelo o cuando los vean en los restaurantes. Les saludarán como si el encuentro fuera un gusto.
Así es la cultura nacional. Habrá incluso quien insista en tomarse una foto con ellos.
Los diputados aprovechan esa apatía de los guatemaltecos para servirse con la cuchara grande o mejor aún, con el cucharón.
Juegan a un juego de falsedad. Votan en contra o se abstienen de votar por el aumento, pero luego, lo aceptan calladamente y agradecen con discreción a sus colegas menos conocidos o más desfachatados que no tuvieron reparo en poner la cara en beneficio de todos.
Argumentos a favor de una mejor paga para los diputados puede haber muchos. Por ejemplo, que en comparación con la media latinoamericana, ellos ganaban poco. Y eso es cierto, excepto porque la mayoría de países en donde los diputados ganan sustancialmente más la economía es bastante mayor que la guatemalteca. Además, que frente a esta realidad bien podrían mejorar el salario para la siguiente Legislatura y no hacerlo a favor de sí mismos.
Lo que hacen los diputados para desgracia del sistema democrático guatemalteco solo supone un abuso más de la larga lista que se cometen en la administración pública nacional.
Magistrados constitucionales que se recetan más de US$10 mil al mes.
Alcaldes de municipios sin plantas de tratamiento de basura ni vecinos abastecidos apropiadamente de agua pero con salarios de entre US$10 y US$15 mil.
Por no ir mucho más allá, ya en 2004 el presidente guatemalteco decidió limitar a US$17 mil sus ingresos mensuales para poner un límite ante lo que se consideraba un abuso de su antecesor, que había llegado a gastar casi US$1.5 millones en gastos discrecionales en un año.
El actual presidente se redujo el ingreso en 30%, alrededor de Q100 mil al mes. Pero eso mismo lo mantiene como uno de los gobernantes mejor remunerados del continente. Y visto cómo funciona el sistema guatemalteco, esa generosidad en los salarios no nos ha garantizado a los guatemaltecos una administración pública de buen nivel, muy eficiente, capaz de atraer a los mejores cuadros ni mucho menos.
Pagamos caro por muy poco.
Guatemala es el país donde los cargos públicos se benefician a sí mismos. Procuran su bienestar antes que cualquier otra cosa. Y ocurre porque la ciudadanía no protesta, no reclama y por oficio, calla. Se inclina frente al poder, en espera de una sonrisa o de una migaja. La vana ilusión del niño que tras ir al circo llega orondo a contar a casa que el payaso “se me quedó viendo y se rió conmigo”.