Había una vez un médico de no demasiado prestigio, pero con suficiente clientela que se dedicaba a hacer cirugías estéticas a sus clientes. Las hacía en su clínica montada para acometer operaciones menores, pero que carecía de las condiciones necesarias para atender de manera segura a un paciente durante una crisis mayor.
Una mujer de edad mediana llegó a buscarle para hacerse un acondicionamiento estético. El médico internista que había evaluado a la paciente recomendó el uso de cierto tipo de insulina indispensable para resguardar su vida. Sin embargo, el médico que iba a hacer el procedimiento estético prefirió no proporcionársela por su alto costo y solo intentó obtenerla cuando ya era demasiado tarde.
Como era previsible, la mujer entró en una crisis fatal durante el procedimiento. Tuvo un breve tiempo de conciencia y pidió que se informara a su familia de su mal estado. Poco después murió en la pequeña clínica.
Su pedido de informarle a sus hijos nunca fue atendido por el cirujano ni por ningún miembro del personal de la clínica.
El médico, consciente de su responsabilidad en la muerte de la paciente, y de la posibilidad que se disputara una mera negligencia médica por una actuación dolosa, prefirió montar una obra de ficción para ocultarlo todo.
Mintió a los familiares de la paciente que la buscaban desesperados. Quizo hacerles creer que ella había salido viva y saludable de la clínica.
Para eso, ordenó que una de las enfermeras se vistiera con la ropa de la paciente muerta y así fingir ante las cámaras de video su salida del lugar.
Luego metió el cadáver en un contenedor y lo llevó a su casa en las montañas de Pinula donde lo desmembró con sierras dentadas para luego ir a botarlo a una quebrada de 23 metros de profundidad en jurisdicción de Escuintla.
Mintió durante largo tiempo sobre lo que había ocurrido para impedir que la justicia cobrara conciencia de sus actos. Y solo cuando uno de sus cómplices, con la conciencia recargada se atrevió a relatar la verdad, fue aprehendido y llevado a la cárcel.
Pero el médico tenía la suerte de vivir en un país de justicia corrompible y jueces y abogados capaces de retorcer la ley, ignorar su auténtico espíritu y así burlar el sentido completo de la justicia.
Pronto el médico pudo cobrar control del proceso que se seguía en contra. Consiguió que sus abogados defensores persuadieran al juez de que lo suyo era una falta de inferior valía. Consiguió que el sistema autorizara su ausencia de las audiencias para eludir a las cámaras de la prensa y así evitarse el escarnio.
Aceptó cargos menores y terminó siendo condenado con una pena tan modesta, que menos de mil dólares serían suficientes para librarlo de la cárcel.
La suya es la enésima historia de impunidad en un país donde cientos de mujeres son asesinadas cada año y muchos de esos cuerpos son desmembrados también para hacer más difícil y engorroso el trabajo de quienes investigan los crímenes y procuran dar con los culpables.
Por suerte, para el cirujano plástico, en su país no hay magistrados por altos o supremos que estos sean, interesados en hacer valer el correcto sentido de la justicia.