Bernardo Arévalo no se apunta a la hora de pelear. Se distancia de la lucha, y prefiere pronunciar discursos airosos a favor de la democracia y las mejores causas, pero sin acompañar a sus compañeros de partido para alcanzar los objetivos que se trazó durante la campaña electoral. Habla de la necesidad de devolverle su papel a las instituciones, de recuperar la democracia y hacer valer elrégimen constitucional pero no le gusta ensuciarse los zapatos de lodo. Lo suyo es verso y muy poca acción.
El Presidente no movió un dedo, uno sólo, para contribuir a que las Cortes Suprema de Justicia y de Apelaciones estuvieran integradas por las mejores personas, capaces de rescatar el sistema. La justicia guatemalteca, de corte chavista, favorable a la impunidad para la corrupción que reina, es un obstáculo fundamental para la democracia. Invalida el régimen de libertades. Ligia Hernández, presa política de Consuelo Porras, Freddy Orellana y los actuales magistrados supremos, lo atestigua. El Presidente lo tiene bien claro, pero prefiere creer que con unas mágicas palabras pronunciadas con voz profunda la realidad apabullante, que mantiene proscrito al partido que lo llevó al gobierno, se tornará en el paraíso.
Sea porque cándida y cómodamente piensa que en una democracia liberal el jefe del Ejecutivo debe desentenderse de lo que ocurre en los otros poderes del Estado, sea porque le da miedo o le da pereza o por ambas cosas, el Presidente prefiere mantenerse al margen por completo. Su equipo de confianza, su Secretaría de Análisis Estrátegico, su sistema de Inteligencia Civil, sus asesores principales, seguramente a sabiendas de la falta de voluntad del Presidente por dar batalla, se inhiben de asesorarle como corresponde. ¿Estaba enterado Bernardo Arévalo de la participación de las fuerzas más oscuras pro impunidad en la elección de las Cortes y aún así decidió abstraerse? ¿O le ocultan información vital para la gobernanza?
Su inacción y su escaso liderazgo causan mella en la imagen de un proyecto político que se presentó como una esperanza para los guatemaltecos. Peor aún, hacen pensar a muchos ciudadanos que sólo mediante el autoritarismo y una figura vociferante se logrará algún cambio positivo en el país.
El presidente Arévalo lleva ya diez meses en el poder.
En mucho menos tiempo, el gobierno de Alvaro Colom -por mencionar un ejemplo loable- había puesto en marcha ya el germen del sistema de combate a la pobreza mediante las transferencias condicionadas. Su gobierno tenía un objetivo qué perseguir y se puso a la tarea sin dilación pese a cualquier obstáculo.
El presidente Giammatei -ejemplo de un gobernante que minó la democracia-, ya había tejido en seis meses la alianza para capturar a la justicia y a las instituciones a favor de la corrupción y su blindaje legal. Ese era otro gobierno con un objetivo claro y la determinación de ponerlo en práctica.
El problema de Arévalo es que no se le percibe interesado en alcanzar objetivos por mucho que sus discursos floridos elogien la democracia. Él no quiere comprometerse, liderar la batalla, para cambiar la realidad en Guatemala. Se contenta con inaugurar modestos remozamientos de escuelas, con ir a foros internacionales a decir cosas bonitas pero incoherentes con lo que su gobierno consigue, con participar a cuanto sarao lo inviten los empresarios (que igual convidan a los favorecedores de la corrupción) , pero se inhibe de trazar estrategia, de intentar convencer a nadie, de negociar lo mínimo o de liderar ningún cambio.
A diferencia de figuras de su partido, como los diputados oficiales, encabezados por Samuel Pérez y Andrea Villagrán, o algunos de sus ministros (los menos) el presidente Arévalo se muestra contento con haber llegado al poder. Hasta ahí llegó su ánimo de batalla.