La vida política del país transcurre en dos carriles paralelos.
En uno de esos carriles marcha el sórdido esfuerzo de Consuelo Porras por anular los resultados electorales y convocar a nuevas elecciones con solo participantes confiables para el régimen de impunidad para la corrupción. Tercos, los golpistas intentan adelantar su causa de una y otra forma. Invariablemente cosechan rechazo incluso de quienes han simpatizado con ellos.
En el otro carril se desarrolla el reacomodo de fuerzas políticas a partir de los resultados electorales y de cara al nuevo gobierno. En este carril ocurren por estos días hechos interesantes.
Para empezar, el 90 por ciento de las fuerzas políticas establecidas, derrotadas en la elección presidencial, aunque relativamente triunfantes en el plano parlamentario, muestran hostilidad, sino encono hacia el futuro partido oficial. Es notorio un esfuerzo por posicionarse rápidamente como el antagonista del Movimiento Semilla con el lógico afán de capitalizar el desgaste del futuro gobierno. El partido Cabal y el partido Unionista, por ejemplo, enseñan los colmillos a los cuadros de Semilla cada vez que pueden. Nótese en la discusión del Presupuesto 2024. Fuera de los partidos más pequeños, no hay quien le extienda al futuro partido gobernante una ramita de olivo en el Congreso.
Quizá sea demasiado temprano para mostrar ese antagonismo. Sobre todo porque termina coincidiendo con el esfuerzo de los golpistas por impedir la llegada de Semilla al poder y ese fenómeno paralelo empaña la actitud de los futuros opositores (antes aliados de Alejandro Giammattei). Así, líderes políticos como Edmond Mulet (que ocupó la quinta posición en las elecciones presidenciales) o Álvaro Arzú hijo (cuyo partido redujo a una sola persona su bancada y estuvo a menos de 500 votos de perder la alcaldía capitalina), se asemejan a quienes escamotean la victoria de Bernardo Arévalo.
Pero quizá también sea que el propio Movimiento Semilla, en actitud defensiva y sin libertad para articular su propuesta en medio del embate paralegal en su contra, se haya cerrado en redondo a cualquier entendido con otra fuerza política.
Es obvio que Semilla está vedado a alcanzar un acuerdo parlamentario con los protagonistas principales de la actual corrupción. Sin embargo, lo lógico es que ensaye algún tipo de entendido en el Congreso para adelantar su agenda de gobierno. ¿Tiene sentido para Semilla gobernar en solitario y aislarse en el Congreso?
La respuesta es no, o muy escasamente.
Si el gobierno de Bernardo Arévalo echara mano de una portentosa campaña de comunicación, hábil, ágil y constante, podría mantener consigo a la población que le dio el triunfo electoral e incluso a la que, sin haberle dado su voto, hoy rechaza los intentos de golpe. Pero esa capacidad de comunicación política habilidosa de parte de Semilla no se ve aún por ninguna parte.
Arévalo puede gobernar en alianza con actores territoriales que coincidan en su agenda nacional (como las organizaciones ancestrales indígenas y movimientos campesinos), pero se enfrentará a una institucionalidad completamente adversa. Desde la Corte de Constitucionalidad, que ha jugado a permitir la evolución del golpe, hasta la nueva Corte Suprema de Justicia y sin dudar el Ministerio Público.
Su amenaza constante, en tanto subsista Consuelo Porras como Fiscal, será que el Congreso reúna 107 votos para aprobar su desafuero para deponerlo del poder. Y aunque tiene en su poder herramientas poderosas, como solicitar una Consulta Popular en casos que amenacen el sistema democrático, el esfuerzo de los golpistas por estos días procura retomar el control del Tribunal Supremo Electoral para impedirlo.
El presidente Arévalo difícilmente puede darse el lujo de gobernar en soledad. Pero tampoco puede conceder espacio a la corrupción para garantizarse gobernabilidad. Esa es la tenaza que lo aprisiona.