Para quienes esperaban que con la llegada de Bernardo Arévalo al poder se instalara en Guatemala la dictadura del proletariado estos primeros ocho meses de gobierno han de haberles resultado muy aburridos. Porque puestos a analizar las decisiones del Ejecutivo nada, pero francamente nada, apunta a que se afecte en lo mínimo esa maravilla de economía de mercado que tanta prosperidad ha traído al 44 por ciento de los -no pobres- guatemaltecos. El restante 56 por ciento, según la encuesta de Condiciones de Vida recién difundida, es pobre desde hace ratos, y vive muy parecido a altísimos porcentajes de nicaragüenses o venezolanos.
Los funcionarios de Arévalo se han dedicado con más ganas que éxito a rescatar la institucionalidad del Estado. A procurar que las instituciones funcionen para el rol que fueron creadas. El principal obstáculo para lograrlo es la corrupción impregnada por todas partes. Corrupción y privilegios. Las entidades reguladoras no regulen a los sujetos y empresas sometidos a su escrutinio. Cambiar esa forma de funcionamiento del Estado guatemalteco es la gran batalla de momento, aunque se disfrace de otras formas.
Por ejemplo, arrebatarle el control a Joviel Acevedo (y a los diputados) en el ministerio de Educación sobre las direcciones distritales y la supervisión de los docentes es esencial para recuperar la marcha hacia la calidad educativa. Forzar a las municipalidades a tratar el agua servida por parte del Ministerio de Ambiente, en lugar de prorrogar ad eternum los plazos, también supone un cambio de trascendencia. Exigir calidad real y cumplimiento en tiempos y contratar a precios de mercado la obra pública, es el afán de Comunicaciones. Ninguna de estas acciones sería considerada precisamente revolucionaria de no ser porque la inercia del régimen de la corrupción y los privilegios y el poder que ha cobrado sobre el sistema de justicia es tan grande, que una tarea lógica e indispensable, la cual debería ser apoyada por casi toda la sociedad y los partidos políticos, es combatida como si se tratara de la nueva reforma agraria.
Imagine si el gobierno en verdad se embarca en sustituir el reparto cual botín de los empleos en el Estado por un auténtico sistema de servicio civil. Esa será otra gran batalla.
Mutatis mutandi, el gobierno de Bernardo Arévalo juega el papel que en su momento asumió la administración de Oscar Berger. Berger procuraba romper con los desmanes instalados en tiempos de Alfonso Portillo y el Frente Republicano Guatemalteco y poco más o menos logró hacerlo brevemente en diferentes áreas (como en Educación, con otra batalla memorable contra Joviel Acevedo). Pero a diferencia de la actual ministra Anabella Giracca, la entonces ministra María del Carmen Aceña sí hizo prevalecer su ideología en esa batalla y se negó a integrar en igualdad de condiciones y con derecho a seguridad social a los maestros del sistema de Pronade. Fuera de esos matices, la batalla es la misma. Darle al Estado la rectoría que le corresponde. Hacer prevalecer interés general sobre interés particular. Claro, en materia económica, el gobierno de Berger hizo todo lo opuesto porque puso las instituciones al servicio de quienes siempre las habían tenido. Por eso, y porque ahora se libra la batalla con la abierta oposición del sistema de justicia, todo se percibe tan difícil y cuesta arriba.
Y porque conforme ha avanzado el tiempo, los problemas se han agudizado (como la escasez de agua, que obliga ahora a una Ley de Aguas) o como la concentración y falta de crecimiento de la economía (que obliga a pelear por una Ley de Competencia).
Pero de trastocar los viejos valores conservadores guatemaltecos, de alentar la lucha de clases o siquiera la reivindicación de los más modestos, no, de eso no hay nada en los planes del gobierno de Semilla. A lo sumo, si las cosas marchan bien y los funcionarios espabilan, a lo mejor logre montarse un sistema universal para garantizar un ingreso mínimo a los adultos mayores. Pero eso, a estas alturas de la vida, no significa tomar el cielo por asalto.