La normalización es un proceso -social e individual- por el cual el nivel de crispación -independientemente de cuál sea- se considera la situación normal, el punto de partida. Hemos normalizado siete u ocho asesinatos diarios, casi diez veces más de violaciones o abusos a menores, y en detalles más pequeños que las camionetas paren donde les venga en gana, se haga una segunda o tercera fila de vehículos -donde únicamente hay un carril- o las motos utilicen la acera, entre otras muchas cosas. En otros lugares es evidente que esa normalización representaría un estado de crisis o conflicto enorme, porque apenas aceptan un homicidio al año y desconocen la sorpresa que produce ver a los buses circular contra la vía.
Adaptamos el nivel de partida -el cero de la escala- en función de la costumbre que nos impone la situación y acepta nuestro espíritu indolente, y cuando inconscientemente se reprograma el cerebro no se aprecia la dura realidad, porque ese es el punto de partida aceptado. De tal manera, nos inquietan los homicidios cuando son más de siete al día o surge la molestia cuando algún atrevido genera una cuarta fila, porque la tercera ya está normalizada.
Y así vivimos diariamente sin advertir como hemos ajustado nuestro nivel de tolerancia y de aceptación sin inmutarnos. Seguramente no recordará ninguna manifestación o protesta por los asesinatos que hay en el país y tampoco verá un paro capitalino contra la ineficiencia municipal, porque los agujeros en las calles, las obras que duran eternamente o el irrespeto a los semáforos, es algo natural y consustancial con el quehacer diario. Vivimos en nuestro mundo prefabricado al que consideramos normal, habitual, familiar.
Igual ocurre con la política y su ineficiencia por acción u omisión. La corrupción es algo que todos sabemos que existe. Unos la practican y consienten y otros saben de ella, y se hacen la vista gorda, por miedo dicen. Al final todos utilizamos o consentimos a los corruptos, y en ocasiones somos nosotros mismos. El político que roba es algo que está instalado en la costumbre y el que no hace nada, también. Nos hemos acostumbrado a que los gobiernos no funcionen y siempre se encuentran formas y modos para hacer las cosas, especialmente si ponemos en marcha la chispa nacional. Al chispudo habría que hacerle un monumento y declararlo patrimonio intangible de la humanidad.
Con la justicia no es diferente. De hecho, nunca ha funcionado, aunque ahora alcanza un límite de perfección y de podredumbre realmente excepcional. Los malos llegan porque cuentan con títulos de malas universidades dirigidas por sus colegas, con normas de puntuación elaboradas por sus amigos y son elegidos por dedos que forman parte de las manos de cuates piratas. Aunque nos sorprendamos lo sabemos, siempre lo supimos y conocemos las mañas, pero las hemos normalizado y adaptado a la cotidianeidad. Los abogados penalistas saben perfectamente a quién acudir y qué llevar de presente, y resuelven sus dudas y casos a golpe de visitas y ofertas. Las denuncias apenas existen, y las que se hacen se diluyen porque lo normal es proceder con forma y fondo habituales.
Se elige a los políticos que caen bien o prometen cualquier cosa, pero no se lee un programa o propuesta porque “así ha sido siempre”, y lo hemos normalizado. El corrupto sale elegido y nos quejamos unos días, que es lo que hacemos habitualmente, para luego pasar tres años alegando, antes de repetir la misma suerte, porque es lo normal.
Y así se nos pasa la vida ajustando el nivel de tolerancia y subiéndolo un poquito más cada día, mientras desde fuera nos miran y no nos comprende; huyen las inversiones y el turismo, y aquí, en esa normalización nacional, nos preguntamos: ¿por qué será?, sin advertir el enorme problema que tenemos.
Llegamos a un nivel de ceguera y nos acostumbramos tanto a la oscuridad ética que ya no advertimos en donde estamos realmente parados.