A algunos les cuesta entender —o prefieren no hacerlo— los efectos reales del salario mínimo. El primero y más evidente, pero quizá el más incómodo de admitir, es que el gobierno decide vetar la libertad individual de negociar el salario entre quien ofrece su trabajo y quien está dispuesto a contratarlo. En nombre de una protección abstracta, se impone una cifra uniforme, como si las realidades productivas, las capacidades individuales y los contextos personales fuesen idénticos. El resultado, lejos de ser una mejora automática, es la exclusión: quien está dispuesto a trabajar por debajo del umbral fijado queda, simplemente, fuera del mercado. Y no, no suele ser el profesional cualificado el primero en caer; son los más pobres y menos formados quienes inauguran la lista de los “protegidos” que ya no pueden ser contratados.
Cuando la productividad no alcanza para cubrir el salario decretado por ley, el sistema ofrece una única salida: la informalidad. Ese espacio que nadie defiende en los discursos, pero que crece con cada aumento bien intencionado. Y, una vez más, son los trabajadores más vulnerables quienes terminan allí, mientras que la mayoría de quienes poseen mayores capacidades —y que ya ganan por encima del salario mínimo— observan el fenómeno desde una relativa comodidad, aunque no por mucho tiempo.
Al elevarse el salario por decreto, aumenta la masa monetaria disponible, se incrementa el consumo y, como dicta cualquier manual básico de economía, también la demanda. Cuando la demanda sube y la oferta no lo hace al mismo ritmo, los precios reaccionan al alza. Meses después, el nuevo salario “mejorado” compra exactamente lo mismo que antes, porque todo ha subido. Incluso aquellos que no recibieron aumento alguno —por estar ya por encima del salario mínimo— ven erosionado su poder adquisitivo y, naturalmente, reclaman ajustes para compensar el mayor costo de vida.
Así, con notable disciplina, se llega al final del siguiente año con el mismo problema que se pretendía resolver el anterior, solo que con más inflación y menos empleo formal. Si la fijación legal de salarios fuera una solución eficaz, el remedio sería trivial: bastaría con duplicar o triplicar el salario mínimo y declarar la victoria. El hecho de que ningún país serio lo haga debería ser una pista suficiente. Los mercados laborales, como cualquier otro, tienden a buscar equilibrios entre oferta, demanda y productividad marginal. La intervención que ignora estas variables no corrige desigualdades; las desplaza. Y casi siempre hacia quienes menos tienen que ofrecer en términos de capital humano.
Este impacto no recae principalmente en las grandes empresas, sino en las pequeñas y medianas empresas. En Guatemala, aproximadamente un 16 % de las PYMES se ven directamente afectadas por la rigidez del salario mínimo, al operar con márgenes estrechos y estructuras de costos mucho más sensibles. El resultado es predecible: menos contratación formal, más informalidad y una paradoja difícil de explicar: una política diseñada para ayudar a los más pobres termina, con notable eficiencia, excluyéndolos.
Y la guinda del pastel la colocan los diputados oficialistas y su coro disciplinado de voces en redes sociales, quienes promueven con entusiasmo la subida del salario mínimo mientras guardan silencio sobre el grosero aumento que ellos mismos se autorrecetaron a inicios de año, elevando sus ingresos en una proporción significativa y difícil de justificar desde cualquier parámetro de productividad o desempeño.
Lejos de plantear una reducción de los salarios públicos inflados, la solución propuesta consiste en trasladar el ajuste al resto de la sociedad: subir de forma marginal y simbólica los ingresos de quienes menos margen tienen, para luego culparlos, junto con empresarios y comerciantes, del inevitable aumento de precios que esa misma política provoca. El resultado es una narrativa circular perfectamente funcional: todos son responsables del alza del costo de la vida, excepto quienes legislan, deciden y se benefician directamente del desorden.
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