En política, el concepto “legitimidad” está asociado a la aceptación de algo o alguien, y no como sinónimo de legalidad, asociado al cumplimiento y observancia de lo que dispone la ley. Por tanto, una autoridad puede ser perfectamente legal, porque ha sido nombrada conforma a la ley, pero contar con muy poca o escasa aceptación, entonces se dice que carece o no cuenta con suficiente legitimidad. Cuando los dos términos se distancian surge una situación conflictual, por el rechazo o la falta de aprobación de dicha autoridad, por muy legal que haya sido su nombramiento.
Desde enero que llegara al poder, el Presidente Arévalo ha venido cayendo en la percepción de legitimidad. Una encuesta de mayo de este año lo situaba alrededor de 30 puntos por debajo de la aceptación de enero, y todavía era percibido mucho peor por sondeos que se hacen a personajes que influyen en la política nacional: periodistas, personas públicos, formadores de opinión, etc., y suelen tener un punto de vista mucho más crítico.
Los datos filtrados sobre la popularidad presidencial a estas alturas del año apuntan a un 32%, lo que significa 20 puntos menos que en mayo pasado, lo que supone una caída sustancial, poderosa y significativa. El ciudadano medio parece resentirse de algunas cuestiones relacionadas con la presidencia y manifiesta justamente su descontento con la desaprobación. Temas como la trabazón del kilómetros 144 de la autopista al puerto de San José, pero también el incremento de los precios y ciertos problemas en hospitales -consultas externas y falta de medicinas-, pueden ser algunos temas del hartazgo social, asociados a otros, entre los que destaca la aprobación del presupuesto extraordinario de cerca de Q15,000 millones, y cómo se llegó a negociar con personajes tradicionales y oscuros de la política nacional. Y eso que la encuesta parece que no recoge las conversaciones con partidos de oposición -como la UNE- y otros pactos para elegir magistrados.
Se hace realidad aquella frase de “No existe segunda oportunidad para una primera impresión” y el silencio, la falta de acción, la ausencia de voluntad, los viajes y otras cuestiones han impactado en un público que esperaba y exigía mucho a este nuevo gobierno. Las contundentes y duras críticas de personajes exiliados sobre su situación y abandono del que han sido objeto, refuerza y consolida la opinión de ciudadanos desencantados.
En política la buena voluntad no es suficiente, ni tampoco las declaraciones grandilocuentes. Se requieren hechos y resultados, y a estas alturas no hay nada que ofrecer. Lo que tiene el gobierno en su haber pareciera no ser suficiente ni mucho percibido con la misma bondad con la que lo hacen los oficialistas. De aquí a aprobar un presupuesto 2025 y elegir una mesa directiva del Congreso, con acuerdos necesarios, cuando no directamente desde la oposición, hay un pequeño paso, y la cercana Navidad terminará por cerrar el primer año de gobierno sin los resultados esperados.
El próximo, 2025, será de disputa entre el MP y el Ejecutivo, por ver quién y cómo sobrevive, porque es difícil que los dos lleguen al 2026. Sumado a lo anterior, y sin el crecimiento económico planificado en un 4.2% por el gobierno, y que sustenta los cálculos económicos, será más difícil seguir convenciendo.
De la corrupción pasamos a la inacción, lo que para el ciudadano de a pie representa un resultado similar: nada ocurre de positivo para él y su entorno. Si roban malo, pero si no actúan y ofrecen resultados, no hay nada que ofrecer.
A estas alturas no valen ni los lamentos ni mucho menos la excusas, pero todavía hay una noticia pero: no se ve un horizonte diferente ni un golpe de timón que pudiera cambiar las cosas.
Hemos pasado de la revolución del 44 a la involución de 24.