La fecha fatal es el 5 de noviembre. El martes 5. Ese día los estadounidenses van a las urnas y deciden entre Donald Trump y Joe Biden.
Bien es cierto que no puede darse por definida esa batalla, pese a la ventaja de Donald Trump en la mayoría de encuestas, porque desde la presentación del informe del Estado de la Unión, para la cual parecen haberle administrado su pastillita en la dosis correcta al presidente Biden, éste ha venido mostrando un mejor rendimiento en las mediciones. Los demócratas han reunido mucho más dinero que Trump para la campaña y su maquinaria electoral está mejor afinada que la de los republicanos, pues el expresidente hizo sustituir a todos los cuadros institucionales por gente leal a él.
Pero la posibilidad de un triunfo de Trump es mayúscula. Y nadie, mucho menos el presidente Bernardo Arévalo, puede ignorarlo. De entrada, si Trump triunfa, muchos de sus adversarios internos, a quienes él ha tratado con guante blanco desde que llegó al poder, pese a la cantidad de zancadillas, golpes bajos y malas artes que le aplican, se sentirán fortalecidos, autorizados. Mucho más de lo que lo están ahora. Un triunfo de Trump será interpretado por el entorno de Consuelo Porras y los magistrados Néster Vásquez y Molina Barreto de la Corte de Constitucionalidad y los diputados Alan Rodríguez y Álvaro Arzú, como una reivindicación de sus intereses. Y si hasta hoy las sanciones impuestas por la Casa Blanca solo han sido suficientes para permitirle a Bernardo Arévalo ostentar el cargo con un limitado poder (ni para cambiar al presidente del Banco de los Trabajadores le han dado permiso los magistrados de la CC), mucho menos habrá de preocuparles cualquier consecuencia si sus aliados ideológicos se instalan al frente del Departamento de Estado.
Sobre todo, si Richard Grenell alcanza una cuota de poder relevante. Un reciente reportaje del diario The Washington Post muestra a Grenell, ex embajador de Donald Trump en Alemania, como un enviado internacional suyo, a quien el hijo mayor del expresidente menciona como potencial Secretario de Estado.
Y Grenell ha mostrado un interés especial por Guatemala, a donde llegó en enero, antes de la toma de posesión, para defender al bando derrotado por los votantes.
Grenell simpatiza con quienes sostienen la tesis que el gobierno de Arévalo es ilegítimo y producto del fraude y algo así como proto comunista. En cambio, ha roto lanzas por el expresidente Alejandro Giammattei ante la revocatoria de su visa. Grenell ve a los conservadores guatemaltecos, miembros de la coalición de Giammatei, como víctimas de un atraco bajo lo que él considera el engañoso argumento de la defensa de la democracia.
Aunque es impensable (¿lo es?) que incluso con una administración de Donald Trump se pueda provocar el derrocamiento de un gobernante electo como Arévalo, sin duda el panorama se complica.
Trump expresa desprecio en general hacia América Latina y a no dudar exigirá más y mayores compromisos guatemaltecos para frenar la migración. Arévalo seguramente estaría dispuesto a conceder en eso y en el tema de Taiwán y en el de mantener la embajada en Jerusalén, como ya lo ha hecho frente a la administración Biden, pero, ¿será eso suficiente para contener la ira de sus adversarios?
A Hugo Beteta, el nuevo embajador en Washington, le tocaría enfrentar una Casa Blanca hostil y un Congreso estadounidense en el cual los actuales enviados de Arévalo perciben ya los frutos del cabildeo de los opositores del gobierno del partido Semilla en su contra.
Sin el respaldo de Estados Unidos al presidente Arévalo, que carece operadores internos efectivos, sin bancada, con su partido rumbo a la cancelación exprés, se le vuelve aún más difícil contrarrestar la integración de unas cortes antagonistas suyas e incluso la nominación de candidatos a Fiscal General que le permitan algún margen de lucha la corrupción o detener la criminalización de sus aliados. O la suya propia. El Congreso guatemalteco, bien podría encaminarse a desaforarlo.
De modo que el equipo del presidente Arévalo tendría ya que estar haciendo cálculos de las fuerzas requeridas para afrontar esa dificultad nueva si el triunfo de Donald Trump llega a concretarse. Definir qué objetivos internos debe alcanzar para estar mejor preparado el futuro.
Su ventana de oportunidad para cualquier cambio corre el riesgo de cerrarse el 5 de noviembre.