¿Quién tiene poder político real en estos momentos? ¿Acaso la elite empresarial, que envía a sus emisarios a dialogar bajo la conducción del Presidente electo, Bernardo Arévalo, con el liderazgo indígena que protagoniza la manifestación más sólida y prolongada de la era democrática en el país? ¿Es clave el poder de esa elite que luego se niega a firmar una declaración conjunta como resultado de ese diálogo?
No.
El CACIF, pese a su presumible capacidad de financiamiento de cualquier proyecto político, ha dejado de ser el poder determinante. La sustracción de fondos públicos de manera impune hace que quien gobierna posea -con mayor libertad y sin tener que andar rindiendo cuentas- los recursos necesarios para financiar sus objetivos o sus caprichos.
El poder real está todavía hoy en manos de Alejandro Giammattei y Miguel Martínez. Ellos forman un triunvirato poderosísimo con Consuelo Porras. Las Cortes Suprema y de Constitucionalidad les acolitan.
De otro modo, si una de esas dos cortes hubiera sido explícita y contundente desde el 26 de junio para acá, ya se habría puesto un alto al esfuerzo de negarle el acceso al poder a Bernardo Arévalo y al Movimiento Semilla, ganadores de la contienda electoral para rabia de los oficialistas. Pero el Golpe continúa su marcha en dos vías. La primera es la opción de impedir que acceda Arévalo a la Presidencia el 14 de enero. El Ministerio Público prepara un caso penal en el cual alegaría fraude y exigiría la anulación de los resultados. Si las Cortes continúan en contubernio con la Fiscal y el presidente Giammatei, otra persona afín a la alianza de impunidad para la corrupción ocupará el puesto de Arévalo.
La otra opción de escamoteo de poder, más blando, pero no menos antidemocrático, consiste en atar de manos al nuevo gobernante. Impedirle gobernar. Limitarlo de tal forma con la espada de la legalidad en manos del Ministerio Público y su combo de magistrados, que apenas pueda moverse.
Ambas opciones también están sujetas a dos factores confrontados a la alianza de poder: las sanciones internacionales y la ciudadanía guatemalteca que rechaza el golpe. Ninguna de esas dos fuerzas ha sido eficaz hasta hoy para hacer desistir a los golpistas, pero ambas tienen aún margen para ejercer mayor presión.
Es en ese plano, en donde el presidente Arévalo parece moverse con habilidad.
Su convocatoria al diálogo puede en el corto plazo verse como un logro a medias porque la elite empresarial prefirió desertar a la hora de suscribir un llamado a la defensa de los resultados electores. En cambio, optó por un comunicado propio en el cual mantiene la actitud cautelosa y que expresa (al no mencionar nombres del presidente y vicepresidenta electos) la ubicación de sus apuestas en dos cajillas distintas. Si prospera el golpe duro de Consuelo Porras, Miguel Martínez y Alejandro Giammatei, dirá que se apega a la legalidad formal y que el ganador es quien ellos digan. Si, en cambio, Arévalo alcanza a llegar a la Presidencia, dirá que eso es lo correcto.
Mientras tanto, esa elite deserta de un espacio en el cual podría llegar a tejerse un nuevo panorama, un paisaje distinto para Guatemala.
Que el Presidente electo y su equipo entren en diálogo abierto con organizaciones indígenas y campesinas a nivel nacional, con capacidad de convocatoria a nivel territorial, abre las puertas a la conformación de una fuerza política más amplia. A ellos se suman expresiones empresariales emergentes.
Eventualmente, ese diálogo podría abrir al país hacia una oportunidad de avanzar en la construcción de un Estado plurinacional, la mejor manera de alcanzar la unidad nacional.
Hasta hoy, las elites han querido vivir bajo la ficción de una igualdad pretendida entre los guatemaltecos. “Todos somos guatemaltecos y eso es incompatible con la plurinacionalidad del Estado”. Pero, en concreto, se ha construido un Estado y una visión de país sobre la base de la exclusión y la hegemonía oligárquica.
Chance y estamos a las puertas de un mejor destino.