Rafael Curruchiche a veces me recuerda a Maxwell Smart, el Super Agente 86.
La referencia delata que estoy viejo. Esa serie de televisión, que disfrutamos quienes fuimos niños en los años 70, parodiaba a un agente del recontra espionaje en Estados Unidos para combatir a la maléfica organización Kaos. Y el Super Agente, a fuerza de lo absurdo de su forma de actuar, resultaba un tipo simpático.
Pero no es por su gracia que lo asocio con Rafael Curruchiche. Tampoco veo al fiscal emparejado con la agente 99, guapa y eterna enamorada del 86.
Curruchiche, en cambio, me hace pensar en Maxwell Smart cuando lanza un video en el cual sube a zancadas la gradas de una casa, con la gorrita de Trump encasquetada, para intimidar a los seguidores del partido Semilla con su proximidad, su identidad de miras, con el presidente de Estados Unidos Donald Trump a quien llama “mi amigo”.
Me hace pensar en el SuperAgente cuando se intenta burlar de aquellos a quienes persigue y ha enviado al exilio (ahí me incluyo) disfrutando de un plato de camarones o tendido en una hamaca.
Su jefa, Consuelo Porras, recurrió a Rafael Curruchiche, no el más brillante abogado de su promoción, por esta vocación corderil pero con iniciativa suya. En un principio, la Fiscal General sustituyó a Juan Francisco Sandoval con la fiscal Carla Valenzuela, un cuadro respetable y de carrera. Pero en pocos días la fiscal Valenzuela desistió del cargo y se apresuró a dejarlo. La fiscal Porras eligió entonces a su antiguo compañero de banca, el fiscal Curruchiche. Aunque debió modificar el reglamento del Ministerio Público (MP) y reducir la nota mínima para que este pudiera ser confirmado como jefe de sección.
Curruchiche me recuerda a Maxwell Smart por lo descabellado.
Hasta el más taimado defensor del régimen de la impunidad para la corrupción podrá admitir la diferencia de rendimiento de la Fiscalía a cargo de Curruchiche con la que en tiempos de Juan Francisco Sandoval fue capaz de establecer vigilancia y montar cámaras frente al sanatorio donde guardaba prisión preventiva Gustavo Alejos para articular y documentar la manipulación del proceso de integración de Cortes convertido en el caso Comisiones Paralelas.
Compare eso con lo que ahora hace Curruchiche que lo mismo persigue a alguien porque, en lugar suyo, la esposa firmó la boleta familiar de Aduanas en la salida del aeropuerto La Aurora; o pide la captura bajo cargos de colusión contra una persona por seguir a otra en Twitter (¿seré yo, Maestro?).
Sobre todo me recuerda a Maxwell Smart en estos días en que, frustrado porque la administración Trump expresa confianza hacia el gobierno de Bernardo Arévalo, salta alcanzativo e intenta romper esa confianza y acusa al presidente guatemalteco de tratos secretos con el gobierno de Beijing para entregarle (gran maravilla) los puertos de Guatemala.
Me imagino a Curruchiche, a Porras y al Secretario General del Ministerio Público, Ángel Pineda, discutiendo la brillante ocurrencia debajo del Cono del Silencio, a cuyo uso recurría el Agente 86.
Menos mal que en estos tiempos ya no hay necesidad de usar el zapatófono.
Suena simpático, pero es de vergüenza. Y de pena. Como mucho de lo que ocurre, gracias a ellos, en el sistema penal guatemalteco, con la complacencia de magistrados de todas las Cortes, incluida la de Constitucionalidad.
En muchos sentidos, el papel de Curruchiche ilustra el orden social guatemalteco.
Aun entre los operadores de la impunidad para la corrupción hay diferencias de clase. Todos trabajan para favorecer a la élite y a los más acaudalados corruptos, que impulsaron con ahínco la expulsión de la Comisión Internacional contra la Impunidad y la persecución de fiscales, jueces y periodistas. Consuelo Porras y Ángel Pineda están en un nivel ligeramente superior al de Rafael Curruchiche.
Freddy Orellana y el juez Jimmy Bremmer tienen su puesto. Cynthia Monterroso y Leonor Morales, a lo suyo. Y cada cual juega su rol a favor de este orden social y económico.
A Curruchiche, acomedido, inventivo, le ha tocado el papel más infamante. Y lo cumple a voluntad, feliz de usar la gorrita roja en la testa, gozoso de pensar que eso lo convierte en un elegido, en alguien admitido.
Algo que sí disfrutaba, en una sociedad más democrática, el Super Agente 86.