Llevo en el país tiempo suficiente como para llegar a una conclusión que considero poco cuestionable: tenemos un sistema político del que no se puede obtener otro resultado distinto al que se repite con cierta periodicidad, y del nos quejamos constantemente.
Entre otras cosas, de los cinco magistrados de la corte de constitucionalidad, uno es nombrado por el colegio de abogados y notarios, un club -casi de alterne- de unas cuarenta mil personas, aunque alrededor de la mitad participa en elecciones; otro por la monopólica universidad estatal.
Con el transcurso del tiempo es evidente que en ambas instituciones hay una permanente y cáustica lucha para alcanzar las máximas instancias y contar con la posibilidad de ejercer el poder legal con el que cuentan. Se puede deducir muy fácilmente que no es por conducirlas hacia el fin último de su razón de ser. Súmele, además, los cientos de millones que manejan, y comprenderá fácilmente que la disputa también lo es por los pingues beneficios, así que las mafias -de “juristas” y “académicos”- luchan por su control a toda costa.
Ese reparto de poder, además, no se sustenta en ningún principio democrático, aunque si corporativista. No es defendible que colectivos tan insignificantes respecto del número de habitantes del país, cuenten con ese privilegio otorgado en la propia constitución, aunque curiosamente negado a militares y policías, que cuentan con menor número de integrantes, y ni siquiera puede ejercer su derecho al voto, como cualquier ciudadano.
La asamblea nacional constituyente de la época repartió privilegios a ciertos grupos gremiales que son los que ahora luchan por estar al frente de instituciones y procesos, y venden su alma al diablo. Aquí nunca se persiguió el bien común ni los derechos de los ciudadanos, sino que por el contrario se repartió el pastel para que cada colectivo: economistas, abogados, militares, jueces y magistrados, cámaras gremiales y universitarios tuvieran su cuota de poder. Una suerte de estado patrimonialista en el que los ciudadanos de a pie pelaron literalmente. Ante tal situación, muchos aprendieron a incluirse en diferentes grupitos y sacar su tajada, y construyeron el modelo de corruptela que actualmente tenemos.
Contrataciones a dedo, puestos a amigos, favores a amantes y privilegios a “los míos”. El resto, “el pueblo”, que busque como saca las castañas del fuego porque si no está cerca de alguna de esas fuentes de poder, no tiene nada que hacer. Y el diario vivir es contemplar como los unos culpan a los otros del “fracaso histórico en la construcción del Estado”.
¡Coman mucha…! (aquí no se puede decir).
El Estado fracasa porque está sustentado sobre pilares oxidados, mohosos, podridos, y no hay de otra que tirarlo y hacer uno nuevo, aunque puedo comprender que se corre el riesgo de rehacerlo mucho peor. Sin embargo, es absurdo -idiota diría yo- esperar resultado diferentes cuando llevamos dos siglos haciendo lo mismo y jugando de igual manera.
No hay un debate nacional que pugne por principios y valores generales, sino una lucha permanente porque sean “los míos” quienes ocupen altos cargos, y así implementar mi ideología, forma de ser, pensar o actuar, y quienes lo logran gritan de satisfacción y felicidad ¡Solo hay que verlos! Pero, las diferentes situaciones, que van y vienen, cambian las tornas de vez en cuando, y aquellos que antes reían, ahora se lamentan porque son “los otros” quienes hacen precisamente lo mismo, y viene la frustración. Y es que no construimos sobre valores, sino sobre quien elige al dedo que señalará lo que hay que hacer, y de esa manera no hay sistema que dé buenos resultados ¡El fracaso está servido!
Sabedores de lo anterior, cada cierto tiempo nos dedicamos a ver que ocurre en determinadas elecciones gremiales y comisiones de postulación, aun sabiendo que únicamente puede pasar exactamente lo mismo. Es lo que Einstein denominó “estupidez humana”.