Es increíble la dinámica noticiosa de este país. No terminamos de asimilar un escándalo cuando otro viene a sepultarlo. Aún no superamos la fuga de una veintena de mareros —ya casi olvidada— y ya estamos enfrascados en una discusión nacional sobre la compra de medicamentos a través de la UNOPS. Es probable que, cuando esto se publique, otro escándalo —real o inventado, porque somos buenos para ambas cosas— haya cubierto de polvo al anterior.
Vivimos la coyuntura con una pasión difícil de encontrar en otro rincón del planeta. ¡Somos únicos!
Pocos se preguntan por qué no logramos superar esos baches —a veces verdaderos cráteres— que aparecen en el camino. Si fuéramos un carro o una computadora, hace rato nos habrían devuelto al fabricante por no cumplir con las expectativas y andar siempre descompuestos. Pero somos “nosotros”.
Algunos sostienen que los pueblos que no han luchado por su libertad —en guerras civiles o de independencia— carecen del fuego necesario para mantenerla y consolidarla. Mucho himno y letra bien puesta, pero poca energía real para cambiar las cosas. Otros apelan a una supuesta “idiosincrasia nacional”, ese constructo que explica todo sin resolver nada. Quizá por eso ciertos pueblos han demostrado a lo largo de la historia una capacidad muy superior para resistir, conquistar o confrontar la adversidad. No daré ejemplos, para no herir susceptibilidades; cada quien sabrá a quién me refiero.
Lo cierto es que aquí, todos los días, vemos la chambonada, la falta de excelencia, la impuntualidad y la costumbre de postergar. Incluso el imperativo “ahora” lo hemos convertido en un diminutivo indulgente: “ahorita”, que en realidad significa “más tarde, o nunca”. Somos, hay que admitirlo, un poco perezosos de carácter y de acción, y eso se nota.
Lo curioso es que esa pasividad convive con una astucia inagotable para incumplir la ley, colarse en la fila o sacar ventaja. Somos expertos en “tirar la piedra y esconder la mano”, protegidos tras vidrios polarizados que nos permiten ver sin ser vistos. Vivimos escondidos. Evitamos dar la cara. Hacemos de la oscuridad un refugio.
Hasta el lenguaje revela esa costumbre: “Fíjese que…” es la frase introductoria para anunciar, con elegancia, que algo no se va a cumplir. O ese “Buenos días, licenciado, ¿Cómo amaneció?”, que suele anticipar una excusa bien elaborada. Desde la escuela aprendemos a disculparnos con educación, pero a disculparnos al fin y al cabo. Y así, entre excusas, se nos va la vida —y con ella, la historia—.
Si alguien se atreve a decir las cosas de frente —a señalar una ignorancia o una tontería—, de inmediato se le tacha de grosero o irreverente. Nuestros oídos no están entrenados para las palabras directas. Guardamos la frustración, la pasión y el enojo en rincones invisibles… hasta que estallan en forma de violencia, disparos o borracheras desbordadas. Hasta eso nos delata.
Pero ni modo, como decimos coloquialmente: así somos.
Y una reflexión como esta no nos cambiará, ni quizá a las próximas generaciones. Lo que sí parece claro es que vamos directo al fracaso, pese al optimismo que tanto presumimos. Tal vez ese entusiasmo no sea más que un escudo —el más amable— frente a la manera en que realmente somos. Y lo sabemos.
Quizá un día despertemos y descubramos que el verdadero escándalo no era la fuga de los mareros ni la compra de medicamentos, sino nuestra cómoda indiferencia. Ese hábito nacional de mirar el desastre con una sonrisa y un “ni modo”. El día que eso nos indigne más que el chisme político de la semana, tal vez —solo tal vez— empiece el cambio que esperemos no sea eterno, porque ya vamos muy tarde.
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