Durante la semana podríamos decir que vivimos en “calma chicha”, esa quietud sospechosa que no se sabe si anuncia un respiro o el preludio de un huracán. Después de los zarpazos recientes —alianzas improvisadas y desaliñadas en el Congreso, integración exprés de personajes políticamente nefastos en cierto partido, los dardos presidenciales contra el juez Orellana, el embate del MP contra el binomio presidencial y la visita de los ilustres enviados de la OEA— uno pensaría que el país se ha ganado un momento de respiración asistida. Incluso el partido de la selección logró robarnos un par de minutos de distracción, al borde de no celebrarse por culpa de los matones con ínfulas de gladiadores que solo saben amenazar. El marcador, por supuesto, sirvió para recordarnos quiénes somos: espectadores profesionales de eliminatorias fallidas que no nos llevan al mundial ¡Nada nuevo bajo el sol!
Pero esta aparente serenidad tiene el aroma de esos silencios que no auguran paz sino tormenta. Sólo hay que tener corta memoria para saber que cuando todo está muy quieto, es porque algo se está cocinando. Y vaya que hay ingredientes en la mesa. Para empezar, el presupuesto 2026: una joya legislativa que promete discusiones épicas. La ejecución 2025 ha sido tan baja que cualquiera pensaría que, por pudor, no se atreverán a pedir aumento, pero aquí la lógica funciona al revés: mientras peor ejecutan, más recursos exigen.
A la mezcla también se suma la nueva Ley de Compras y Contrataciones, ese eterno proyecto que todos dicen querer mejorar, pero nadie quiere realmente transparentar. Y como si no bastara, también se plantea incrementar los fondos a los CODEDES. Sí, esos mismos que ejecutan menos y peor, pero que reciben más. Porque nada alimenta mejor la maquinaria política que dinero público sin mayor supervisión.
En este silencio ensordecedor, ya empezaron a mover fichas como quien reorganiza muebles antes de la visita incómoda. Algunos partidos reacomodan viejas glorias, incorporan actores externos y despiden con sutil elegancia a ciertos integrantes que dejaron de ser útiles. Ciertos diputados, con mayor instinto de supervivencia, prefieren abandonar la nave antes de que se hunda y presentarse como “independientes”. No vaya a ser cosa que, con estos vientos, les salpique la basura que están generando quienes aún reman dentro.
Y, como es tradición, también comenzó la carrera anticipada hacia el 2027. Hay que construir estructuras, levantar perfiles y fabricar liderazgos. Los conocidos no son queridos y los desconocidos, cuando se den a conocer, probablemente serán igualmente desechados. El 2027 se perfila como un proceso electoral donde puede que no haya ni un solo candidato que genere mínimo entusiasmo. Quizá a los votantes les dé lo mismo marcar una papeleta que pedir un café: la reacción emocional será la misma.
Surge entonces la tentadora idea de un programa de coalición, una especie de menú político combinado para cuando no hay platos fuertes. Un proyecto conjunto podría enfocarse en temas que llevan décadas exponiendo nuestra indolencia: desarrollo, salud infantil, justicia que funcione y educación. No se necesita un genio para comprenderlo. El problema es quién sería el líder. ¿Quién se atreve a encabezar un proyecto así, renunciando a su ego, a su cuota de poder, a sus coimas de temporada? Porque para eso no solo hace falta visión: hace falta nobleza, un oxímoron en política. Aunque suene simple, es justamente ahí donde el sueño muere: en la incapacidad histórica de sacrificar el interés individual por el colectivo. Una tragedia nacional repetida.
Y mientras tanto, seguimos en calma chicha, esperando el próximo estallido que llegará, inevitablemente, con precisión quirúrgica. Porque en este país, si algo no falla, es la certeza del caos.
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