Hace un par de días, el ministro de Finanzas apareció en una rueda de prensa y soltó, con la naturalidad de quien comenta el clima, que el Gobierno había ejecutado el 81.9% del presupuesto nacional. Es sabido que los políticos mienten con pasmosa facilidad, pero, en espíritu navideño, imaginemos —con toda la ingenuidad posible— que esta vez dijo algo vagamente cercano a la realidad.
Traduzcamos la cifra al idioma humano: Q126,766.7 millones gastados en lo que va del año. La cifra más grande jamás manejada por un gobierno en este país. Un número tan gigantesco que ameritaría ver resultados equivalentes. Pero usted, que viene padeciendo el país en HD, 4K y sin filtro, sabe que no ha cambiado absolutamente nada.
Mire alrededor. O cierre los ojos, si teme deprimirse más.
¿Carreteras? No hay. Ni mejores ni peores: simplemente no existen.
¿Escuelas? Igual de ruinosas; algunas “remozadas”.
¿Hospitales? Los mismos pasillos lúgubres, con pacientes esperando como si el tiempo fuera un lujo.
¿Ríos limpios? Por favor… eso sería demasiado optimismo.
Puede desayunar y prolongarlo hasta la merienda, enumerando todo lo que no ha mejorado tras gastar la mayor montaña de dinero de la historia nacional.
Y mientras usted lucha cada día en un tráfico infernal, invirtiendo horas de vida que jamás recuperará, ellos —diputados, ministros, alcaldes, burócratas y el binomio presidencial— han cobrado sin despeinarse el equivalente al salario de una aristocracia tropical. Dinero que usted genera y ellos metabolizan sin culpa alguna.
Y prepárese, el próximo año planean gastar aún más. Porque el dinero, que no es suyo, siempre les parece insuficiente, y se pueden cobrar más dietas, comprar más computadoras, fomentar más comidas o dotarse de más combustible.
El Gobierno —este y todos— no es más que una máquina rota diseñada para quemar dinero ajeno. No produce nada. No genera riqueza. No arregla problemas que antes no cree. Solo administra miseria ajena mientras garantiza privilegios propios. Funciona con dos motores: salarios obscenos para quienes ocupan cargos públicos y un hoyo presupuestario que jamás se llena, porque siempre encuentran formas de pedir más.
Usted, en cambio, empresario, trabajador, profesional, comerciante, sabe lo que significa hacer presupuestos reales: ajustar gastos, evitar deudas, asumir riesgos, planificar. Usted produce. Ellos gastan. Usted se esfuerza. Ellos cobran. Dos mundos que no se tocan, salvo cuando la mano del Estado entra en su bolsillo sin pedir permiso.
Y a pesar de lo evidente, millones de ciudadanos —por ignorancia, comodidad, conformismo o interés propio— siguen permitiendo que estos personajes saqueen lo que otros producen, camuflando el robo con programas “sociales”, discursos barrocos y promesas que nadie en su sano juicio debería creer.
Las autoridades de este país, por cierto, cobran más que funcionarios de naciones diez veces más ricas, y no muestran ni una molécula de vergüenza cuando reciben sus cheques, sus dietas, sus bonos, sus carros, sus combustibles y sus festines pagados por quienes apenas pueden costear la comida del día.
Y mientras tanto, aquí mismo, niños siguen muriendo de desnutrición. Un dato que no perturba, ni de lejos, la conciencia de quienes se sirven del Estado como si fuera un botín. Eso sí: repiten discursos sobre desigualdad y pobreza, para quedar bien, aunque en la práctica les importe un soberano carajo la dignidad, el hambre o la vida de sus ciudadanos —y ciudadanas, para que la paridad no quede desajustada—.
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