Por muchos años ha habido en Guatemala jueces, fiscales y magistrados dedicados a defender -contra la norma constitucional- la impunidad para quienes se enriquecen desde los fondos públicos y la impunidad para los militares que cometieron violaciones de lesa humanidad durante la guerra. Al principio bastó con hacerse de la vista gorda, aplicarle el trámite lento a cada iniciativa para conseguir justicia.
No se trataba de una decisión democrática la suya. Era una decisión autoritaria. Simplemente, ‘a ellos no se les toca’.
En Guatemala nunca se ha sometido a discusión pública, en el Congreso, si el país está dispuesto a perdonar los crímenes históricos o el surgimiento de nuevos ricos a costa de los impuestos a cada cuatro años. Por un lado, porque lo primero es incompatible con el mundo civilizado. El país tendría que salir de la Convención Americana de Derechos Humanos y mucho más. Lo segundo, pues porque es demasiado vergonzoso e impopular.
De modo que esta conducta es una mera consecuencia de una decisión autoritaria, de elites.
Pero conforme las víctimas de la guerra y los críticos de la corrupción fueron encontrando operadores de justicia dispuestos a procesar esos delitos, la actitud de quienes defienden el status quo (impunidad para ladrones de cuello blanco y para matones), ha tenido que salir a descampado. El embate contra la corrupción encabezado por la Comisión contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) obligó a los corruptos a defenderse abiertamente. Al sentirse afectada por esa misma cruzada, la elite económica se sumó a la batalla, uniendo esfuerzos con quienes antes -políticos de poder efímero, pero capaces de acumular grandes sumas de dinero y de controlar la elección de magistrados- eran vistos con desprecio. Y la Fundación del Terror, que se creó para defender a los criminales de la guerra, comprendió pronto que la batalla de cada sector que se sentía vulnerable era una sola.
Por eso todos aceptaron gozosos la iniciativa de Alejandro Giammattei de cooptar todas las instituciones nacionales, de asegurar el Ministerio Público y de no dejar la menor posibilidad de disenso en la Corte de Constitucionalidad.
Pero la criada les salió respondona.
El electorado, inconforme con la manipulación de las elecciones y la impunidad para los peores corruptos (los casos de la guerra no mueven en realidad a un segmento significativo de la sociedad), habilitaron en las elecciones a la única opción adversa a ese sistema. El sistema que defiende la dictadura judicial.
Y entonces la dictadura ha tenido que ampliar su área de acción y ha echado mano de jueces tan impresentables como Freddy Orellana o el fiscal Curruchiche para tratar de revocar los resultados electorales o al menos atar de manos a los electos. La Corte de Constitucionalidad se brindó a proteger ese juego, en contra de la norma.
Pero ninguno de los esfuerzos de los protectores de la impunidad y la corrupción han sido suficientes.
Tercamente, los actores adversos a su dominio hegemónico les plantean nuevos retos como la reforma a la ley de Criminalidad Organizada.
Los operadores de la impunidad se ufanan de encontrar incluso in extremis ante cada nuevo desafío, una nueva güizachada para defender su reino. Pero en cualquier momento el absurdo puede escapárseles de las manos.
El gobierno ha optado por no confrontar. Los diputados oficialistas han acudido a la negociación política más arriesgada (con un presupuesto que da lugar a la desconfianza por ubicar casi Q15 millardos en el pozo oscuro de los Consejos de Desarrollo) y por aceptar el aumento de sueldo para los actuales diputados.
Los oficialistas corren el riesgo de terminar desvirtuando su carácter anticorrupción. Los defensores del status quo corren el riesgo de que la población les rechace de una forma más contundente.
La dictadura judicial cada día está más desacreditada.