No hay razones para confiar en las elecciones de junio como una oportunidad para mejorar las prácticas de gobierno en Guatemala.
Por un lado, hay una ventaja considerable de los aliados del sistema pro corrupción frente a los partidos ajenos a ella. Esa ventaja proviene del financiamiento del gran capital, de la ocasión de extraer fondos públicos, del apoyo de la TV abierta y de la proclividad hacia el clientelismo de amplios segmentos del electorado. La maquinaria es muy eficaz.
Por el otro lado, no existe un liderazgo destacado en quienes adversan ese modelo y la evidencia se encuentra en la fragmentación con la cual se presentan a elecciones.
Cualquiera de los candidatos pro impunidad para la corrupción que gane pronto buscará un acuerdo de gobernabilidad con sus rivales de campaña para repartirse el acceso al dinero proveniente de los impuestos (y de los préstamos).
Ese acuerdo descansa sobre el control del sistema de justicia. Empieza por el Ministerio Público, garante de impunidad cortesía de Consuelo Porras, y sigue con las cortes y las judicaturas que disfrutan el poder.
Con la impunidad como incentivo, la corrupción se convierte en el auténtico motor del gobierno. Y la solución a los problemas del país se subordinan al objetivo de enriquecerse. El autoritarismo y la concentración de poder son herramientas esenciales de ese sistema.
Los corruptos extraen públicos para financiar su siguiente proceso electoral y consiguen la reelección por un electorado tan incauto como dispuesto a relativizar esos delitos.
Y el entorno regional favorece este escenario. Y así como no hay suficiente resistencia o consenso interno para vencer esta tendencia, tampoco parece haber contrapoder externo capaz de motivar un cambio.
Vea el caso de Ricardo Martinelli en Panamá. El día que los hijos del ex presidente Martinelli eran liberados de la cárcel en EEUU y volvían a su país tras cumplir una condena acotada por haber aceptado los cargos de lavado de dinero, Washington designó al padre como un actor corrupto. Ni el ex Presidente ni sus hijos podrán volver a ese país.
Y sin embargo, Martinelli, desafiante, continúa con la intención de buscar de nuevo la Presidencia en las elecciones de mayo del 2024.
Empresario de una cadena de supermercados, azucarero, industrial e inversionista de banca, dueño de una fortuna calculada por encima de los US$500 millones, Martinelli sucumbió a la corrupción de Odebretht. Sus hijos fueron el canal para recibir parte de las coimas (US$28 millones) y aunque trataron de huir de la justicia estadounidense y refugiarse en la de su país (fueron detenidos en Guatemala donde hacían escala), terminaron en manos de la Fiscalía de EEUU. Admitieron los cargos y purgaron prisión en Pennsylvania.
Y sin embargo, Martinelli se siente confiado en que puede ganar las elecciones en Panamá porque su periodo de gobierno fue el más próspero para la mayoría de panameños. El estigma de la corrupción demostrada por un sistema de justicia independiente le parece un obstáculo menor para lograrlo. Un obstáculo soslayable, como piensan evidentemente la clase política guatemalteca que no tiene empacho en integrar equipo con personas acusadas de corrupción e incluso narcotráfico pero protegidas por el sistema nacional de justicia.
Martinelli tiene hasta el mes de marzo próximo para decidir si compite otra vez y su decisión no es un asunto de poca monta para la región centroamericana.
Estamos frente a un nuevo orden en el cual la corrupción de los gobernantes es admitida y aceptada de manera abierta o relativizada complacientemente. La proscripción de Washington deja de surtir efecto ya no sólo para los países abiertamente enemistados con los yanquis sino incluso para aquellos considerados sus socios y amigos.