Con tanta evidencia frente a sus narices es difícil entender por qué Bernardo Arévalo prefirió asumir la Presidencia negando la realidad. Que su mandato electoral era combatir eficazmente al régimen de impunidad para la corrupción. Que la resistencia de sus adversarios sería feroz y peligrosa por su control pleno del sistema de justicia y su mayoría en el Congreso. En contraste, la población le apoyaba a él y a Semilla sin ambages.
Él prefirió malinterpretar el momento histórico. Gobernar apenas tomando en cuenta a su partido, al cual el sistema atacó sin que él se plantara delante para defenderle. El objetivo de la administración es terminar el período. No promover mayor cambio.
Bernardo se asumió no como un Juan José Arévalo, sino como un Oscar Berger. Al Arévalo mayor le correspondió consolidar el nuevo sistema que la Revolución del 44 señalaba. Fue determinado y dio paso a una nueva era en el país.
Oscar Berger, en cambio, se vio a sí mismo como alguien que debía retomar la ruta del poder de la derecha empresarial que su mentor político, Álvaro Arzú, había iniciado, la cual se había visto interrumpida por el gobierno de Alfonso Portillo. La corrupción de aquella época era considerada descarada. El Frente Republicano Guatemalteco y el entorno de Portillo pusieron en marcha autoasaltos a transportes de valores con fondos públicos o el cobro de mordidas tales como la compra de vehículos para la novia de quien agilizaba el pago a un constructor de obra. El gobierno de Berger hablaba de devolver a las instituciones su verdadero rol, no hacía referencia a la necesidad de promover reformas de fondo ni crear una institucionalidad nueva ni mucho menos.
Cosa de volver a sintonizar bien la estación de radio (fine tuning), en lugar de sustituir la frecuencia y pasarse del AM al FM Stereo como se propuso Juan José Arévalo en su momento. Una tarea menos demandante que la otra. Pues bien, Bernardo ha preferido el rol de Oscar Berger.
Bajo el argumento de la amenaza inminente de ser expulsado del poder, el Presidente ha preferido no proponer cambios sino convivir con el sistema. Y el sistema ha devorado su prestigio inicial y su credibilidad en poco tiempo. Los logros que el gobierno de Arévalo puede presentar a cambio de las falencias que sus adversarios y muchos de sus antiguos votantes ponen en evidencia son magros para la población.
Los fundadores de su partido son perseguidos penalmente en unos procesos que darían risa ante un sistema legítimo de justicia pero que en Guatemala se convierten en cárcel sin fin hasta que el acusado acepte cargos.
Los líderes de la protesta popular en contra del intento de revocar los resultados electorales están presos. Y Bernardo anda de viaje.
A casi dos años de llegar al poder, su gobierno no ha propuesto un cambio de fondo para combatir dos de las principales fuentes de corrupción histórica del país (compra de medicamentos y contratación de obra pública), de resultas no logra construir una carretera, y a causa del miedo a la persecución legal, ha preferido refrenarse en el uso del sistema paliativo para reducir las compras corruptas en Salud Pública (el mecanismo de UNOPS).
Sus opositores en el Congreso anuncian que definirán ellos su propia versión del Presupuesto para 2026 y reducirán a su ministerio de Finanzas al triste papel de cajero pagador.
El Presidente le ha dado legitimidad a un sistema de justicia arbitrario. Se reúne, como si fueran sus amigos, a comer con los magistrados de la Corte de Constitucionalidad, quienes le mantienen maniatado pero con la banda presidencial en el pecho.
Da pena oírlo pedir en Europa, que alguien venga a supervisar las batallas por integrar el Tribunal Supremo Electoral, la Corte de Constitucionalidad o la nominación de aspirantes a Fiscal General.
Si él mismo no quiere jugar su papel como líder político, ¿por qué esperar que los observadores foráneos alcancen el menor éxito en una tarea esencial para el país?