Quizá sean las fechas de Navidad que ablandan un poco el corazón, y afectan a la razón, por lo que uno termina decantándose por comentar cuestiones más profundas y sentimentales que otros referidos a la forma y superficiales, como suele ser la coyuntura nacional, y la político-judicial en particular.
Terminamos un año y estamos apenas como comenzamos, pero en 1821. Después de dos siglos de independencia no hemos avanzado lo que otros países -el ejemplo está en los del Este de Europa- lo han hecho en apenas 15 años ¿Por qué nos cuesta tanto?, creo que es una pregunta obligada en cualquier momento, y especialmente en estos días de reflexión especial.
¿Somos diferentes a los habitantes de otros lugares? ¿Estamos menos capacitados que quienes logran sustancias cambios sociales en poco tiempo? ¿Qué nos falta por aprender, conocer y aplicar? Y así se podrían elaborar, seguramente, una lista casi interminable de cuestiones sin resolver o, peor aún, sin querer abordar para entender las razones que nos anclan en el XIX o apenas en la primera mitad del XX, pero en modo alguno nos ponen a la altura de la época actual.
Hay un factor clave en el desarrollo social del que poco se habla: “la idiosincrasia y el carácter de los pueblos”. Los grupos sociales son lo que son y cómo son, y en función de ese carácter enfrentan las vicisitudes y problemas que resuelven con cierta determinación. No es nada nuevo. Hay eventos históricos que recogen el valor, el arrojo y la decisión de ciertas comunidades, temidas por sus enemigos precisamente por cómo los enfrentaban.
No sé qué tanto habrá de cierto en una frase que circuló en la antesala de la Segunda Guerra Mundial y hablaba de los soldados con uniforme (alemanes), soldados sin uniforme (españoles) y uniforme sin soldado (italianos), calificativos que se había establecido después de observar algunas confrontaciones en la guerra civil española.
Con el paso del tiempo se conforma un determinado carácter que se consolida en momentos históricos, muchos de ellos relacionados con la independencia, la lucha por la libertad y otras confrontaciones muy diversas. Cuando ese punto de anclaje no existe, no importa lo que diga el himno, una historia a la medida o el ardor civil y patriotismo que se quiera inculcar en las personas porque no funciona así.
El ciudadano, con el tiempo, termina acostumbrándose a que sean otros quienes hagan las cosas por él, tomen decisiones que él debería de tomar, y le evite la responsabilidad de asumir su deber, reflexionar y actuar con las consecuencias derivadas de tal conducta. Así que se acomoda y relaja en un cojín de espinas en el que cada punzada es una queja: el político, el tráfico, la falta de agua, las mordidas, el cuello, etc., pero termina por aprender a vivir, sin inmutarse ni mucho menos preguntarse, con todo eso y mucho más ¿Por qué no somos capaces de evolucionar? ¿Cómo llegamos a este punto?
Gustamos de la queja privada o en círculo cerrado, sin salir a confrontar públicamente al corrupto porque nos da miedo. Permitimos filas en el tráfico porque nos falta valor para atravesar el carro y mandar el mensaje de que nadie más vulnerará el orden existente. Decidimos interpretar alegremente cuando se debe de pasar un semáforo en rojo, en vez de respetar el alto. Pensamos que es correcto pedir una factura, aunque no sea de uno -¿a quién le sirve?-, para desgravar pago de impuestos.
Y con esa actitud de ser pillo, tomar ventaja mientras se pueda o tener amigos que hagan las cosas por nosotros, construimos una sociedad irresponsable en la que pretendemos que las cosas funcionen. Mejor hagamos el propósito de cambiar, propio de estas fecha, porque de lo contrario seguiremos abocados al fracaso, tal y como el paso del tiempo demuestra ¿Acaso dos siglos no son suficientes para estremecernos y hacernos pensar?