Viajo de San Diego a Hawaii y al resto de Estados Unidos para traducir demandas civiles, audiencias de inmigración, casos de violencia intrafamiliar o asesinatos. A mis 49 años he traducido para más de 2 mil guatemaltecos en Estados Unidos.
Me llamo Aldo Waykan y soy maya Q’anjob’al de Santa Eulalia, Huehuetenango. Crecí en las fincas de la región: desde los 7 años corté café en mis vacaciones. Pero mi padre, un trabajador de campo, siempre se preocupó por mi educación: a pesar de sus deudas, me pagó una colegio privado en mi aldea donde cursé hasta el último grado que impartían: tercer curso.
A los 16 años, mi padre se fue a Estados Unidos y mis hermanos y yo quedamos bajo la tutela de mi madre, pero esto no duró mucho. La llegada de la guerra a mi aldea provocó que gran parte de mi familia se dividiera entre los que buscaron refugio de la violencia y los que desaparecieron producto de ella. Así que, casi de forma involuntaria, mi deseo por estudiar y el conflicto me empujan a la capital, me obligan al cambio. Para mi desgracia, en la ciudad de Guatemala no encontré solución, costos altos de estudio y alojamiento, junto con la mala suerte: la única escuela de agronomía que decido visitar estaba cerrada cuando llegué. Desesperanzado, llamé a mi padre y decidí reunirme con él en el Norte.
A los 19 años dejé mi tierra y me mudé a Los Ángeles, California. Mi camino, aunque no fue fácil, no se compara con lo que muchos otros migrantes pasan ahora. Las cosas actualmente son más duras: yo no crucé el desierto, más el desafío fue la transición, el adaptarme a la cultura y el idioma. Para mí, como para muchos migrantes, una vida en Estados Unidos no era el plan, yo quería ganar mucho dinero para luego regresar, por lo que nunca me preocupé por encajar. No me enfoqué en el estilo de vida americano, yo sabía de sastrería por lo que me dediqué a ello y trabajé, trabajé y trabajé por 8 años sin intención de quedarme.
A los 9 años de estar allá, decidí quedarme. El nacimiento de mi primera hija en el ‘95 y su asistencia a la escuela en el ‘99 me abrió los ojos a una realidad nueva: mis hijos no conocían nada más que Estados Unidos, ellos no querían regresar. A los 28 años, es cuando decidí aprender inglés y empecé a estudiar.
Estudié la carrera de electrónica, un técnico en computación y una ingeniería en redes de Microsoft. En aquel momento iniciaba Windows y Mac, muy pocos guatemaltecos conocían sobre el tema. Es más, éramos tan pocos chapines que el mismo Marcos Antil, otro huehueteco, fue quien ensambló las computadoras de una de mis primeras empresas. Nadie usaba Internet, era algo tan nuevo, pero me faltó capital y finalmente dejé el negocio de la tecnología porque ya no me era rentable.
De forma paralela a las oportunidades laborales que se me abrieron en Estados Unidos, a los 22 años decidí entrenarme como traductor, mucho antes de decidir qué mi hogar a largo plazo sería Estados Unidos y sin saber que este entrenamiento me daría la oportunidad de hacerlo.
Por el año ‘95 las cortes estadounidenses se dieron cuenta que necesitaban convocar agencias de traducción para los migrantes centroamericanos. A través de una convocatoria que hizo el gobierno de Estados Unidos, recibí un entrenamiento de traducción y comencé a traducir en juzgados y audiencias de los idiomas mayas al español. Para entonces yo no era ni residente, pero había tanta necesidad que me dejaron trabajar. Hoy ya soy ciudadano estadounidense y traduzco de los idiomas mayas al inglés, pero me tomó muchos años conseguir los papeles: tengo 4 años de ser ciudadano y más de 20 de vivir allá.
¿Los casos que he visto? De todo: juzgados de migración en Hawaii, visitas a cárceles de alta seguridad. He traducido demandas civiles, demandas de trabajo, juicios de suicidio, homicidio, violencia doméstica, abuso infantil, en fin, un poco de todo. Me han tocado días cansados físicamente: traducir en una jornada hasta 45 primeras audiencias es muy duro, pero lo más difícil son los días de cansancio y frustración emocional: ver casos que involucran niños y familias separadas. Cuando se deporta a uno de los padres, los hijos son enviados a casas de crianza y quedan traumatizados, se les roba su infancia en estos procesos. Verdaderamente, da mucha tristeza ver estas historias, salas llenas de guatemaltecos que no van a ganar y que pasan entre 3 y 6 meses en centros de detención. Parte el corazón. Lo más duro fue traducirle a un niño de 7 años que se sentó solo en la audiencia, sin padres ni abogados, los fiscales no podían ni hacerle preguntas, estaba devastado.
Hoy, regresé a Guatemala luego de 6 años, pero volveré pronto a Estados Unidos donde tengo una agenda llena de casos de traducción hasta el 4 de abril. Mi sueño: un gobierno que invierta en traducción con enfoque en derechos humanos, que invierta en su gente, en sus migrantes.
Nota de Redacción: Esta historia fue redactada en primera persona a partir del reporteo y entrevista con el personaje.